Cuando Jesús se encontró con Pedro después de la resurrección (Juan 21:15-18), no solo le preguntó si lo amaba: le confió la responsabilidad de cuidar y alimentar a sus ovejas. Ese diálogo sincero e íntimo nos recuerda que la base de nuestro servicio proviene de una relación de amor con Cristo. No es solo un llamado a cumplir tareas, sino a reflejar el corazón compasivo de Jesús para quienes nos rodean. El Señor no insistió en la capacitación o el talento de Pedro, sino en su amor, porque cuando amamos a Cristo de verdad, brota en nosotros el deseo de cuidar a los demás con ese mismo amor.
Si miramos Romanos 8:29-30, vemos que Dios nos ha elegido y destinado a parecernos cada vez más a su Hijo. Eso significa que, así como Jesús entregó su vida por la gente, también nosotros estamos llamados a entregarnos, con humildad y dedicación, para guiar a otros en el camino de la fe. Este proceso de conformarnos a la imagen de Jesús no es automático ni forzado; surge de la obra del Espíritu Santo y de nuestro compromiso de obedecer y amar. Cuando nos dejamos transformar, empezamos a ver a quienes están a nuestro cuidado con ojos de compasión, sin egoísmo ni vanidad, y queremos servirlos de todo corazón.
El apóstol Pedro, años después de aquella charla con el Maestro, exhorta a quienes tienen una responsabilidad de liderazgo (1 Pedro 5:1) a ser pastores de la grey de Dios con la misma actitud que vio en Jesús: no por obligación, sino con una motivación sincera y amorosa. Las ovejas no nos pertenecen, sino que son del Señor, y es un privilegio enorme acompañarlas y velar por su bienestar. Esa tarea, aunque a veces sea difícil o exija sacrificio, se sostiene cuando recordamos que nuestro Señor es quien nos llamó, nos equipa y nos fortalece. Al apacentar la grey de Dios, experimentamos un gozo especial, porque entendemos que estamos participando en la obra de Aquel que nos amó primero.