A veces la vida nos sacude con problemas familiares, dificultades económicas o situaciones inesperadas que nos hacen sentir como si estuviéramos en una barca a punto de hundirse. Sin embargo, tal como vemos en Lucas 8:22-25, Jesús sigue presente aunque parezca que está dormido; no se ha ido, ni nos ha dejado solos. Hay momentos en que nos preguntamos por qué no interviene de inmediato, o sentimos que su silencio indica que no le importamos, pero en realidad todo tiene un propósito. Esa confianza de saber que Él está ahí, aun cuando nuestros ojos no lo vean, nace de un corazón que lo conoce y lo busca de forma íntima, como enseña Oseas 6:1-3: “Venid y volvamos al Señor”.
No podemos confiar en quien no conocemos, y la única forma de conocer a Jesús es a través de una relación constante con Él. Cuando elegimos dedicarle cada área de nuestra vida, dejando de ser creyentes “a medias”, comenzamos a percibir su mano actuando. Incluso Pedro, que caminó con el Maestro y vio sus milagros, en un momento flaqueó y lo negó; tal vez su confianza no estaba lista para afrontar esa tormenta (Hechos 12:1-5 nos muestra que Pedro también enfrentó la prisión y la persecución).
Sin embargo, Jesús, que sabe perfectamente quiénes somos y cuánto necesitamos de Él, nunca dejó de amarlo ni de ofrecerle una nueva oportunidad. De la misma manera, por más grande que sea la tormenta, no hay razón para mirar atrás y dudar de su poder. Si entendemos que Jesús es el centro de todo lo que somos, descubrimos que la angustia deja de ser el rumbo habitual de nuestro corazón. En medio del viento y las olas, podemos descansar en la certeza de que Él se levanta para calmarnos y mostrarnos su amor infinito. El secreto está en avanzar, día tras día, en el conocimiento profundo y sincero de Jesús, en darle nuestra vida completa y en confiar que, aunque parezca que duerme, Él sigue atento a cada detalle de nuestro dolor, listo para responder y sostenernos.