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“Y Rut respondió: ‘No me ruegues que te deje y me aparte de ti; porque adondequiera que tú fueres, iré yo; y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios.’” Rut 1:16
Imagina por un momento que la vida te sorprende con un cambio radical: dejas tu país, tu cultura, tu historia pasada, y te adentras en lo desconocido. Esto le sucedió a Rut, una moabita que, tras la muerte de su esposo, decide abandonar su tierra para seguir a su suegra, Noemí, y abrazar su pueblo y su Dios como propios.
Hoy, con esta hermosa escena bíblica, aprendemos que la familia trasciende lazos de sangre: es una misión de amor, entrega y fidelidad. Al igual que Rut, estamos llamados a decir: “Mi familia, mi misión”.
La historia de Rut nos recuerda que la familia va más allá de la sangre: es un compromiso de amor y fidelidad. Cuando Rut decide acompañar a Noemí, abandona su tierra, su lengua y su pasado, y abraza con el corazón un nuevo pueblo y una nueva fe. Esa decisión libre, nacida del cariño profundo, nos invita a preguntarnos: ¿cómo elegimos hoy cuidar a quienes Dios ha puesto a nuestro lado?
Decir “adonde tú vayas, iré yo” significa trazar juntos un camino compartido. En nuestra casa, eso se traduce en definir valores y metas comunes: sentarnos a soñar proyectos, celebrar victorias y sostenernos en las dificultades. La unidad no surge de la costumbre, sino de conversas sinceras y actos de apoyo mutuo que fortalecen el rumbo de nuestro hogar.
Al adoptar “tu Dios será mi Dios”, Rut nos enseña que la fe se vive en cada detalle: en el trabajo diario, en los gestos de ayuda y en el perdón que restaña heridas. No basta con creer; necesitamos traducir nuestras convicciones en acciones concretas: una palabra amable, una oración compartida o un servicio compartido que haga visible el amor de Dios.
Hoy, nuestra misión familiar está delante de nosotros. Celebremos el don de pertenecer los unos a los otros, cuidemos el legado de amor que dejaremos a nuestros hijos y proyectemos juntos un futuro lleno de esperanza. Que cada abrazo, cada plan solidario y cada momento de oración en nuestra casa sea un paso firme hacia esa meta: convertir “mi familia” en “mi misión” viva y transformadora.