Sermon'e

en April 20, 2025 — por .

Jesús, el Cordero Pascual

Cuando Juan el Bautista vio a Jesús acercarse, dijo algo que marcó un antes y un después en la historia de la fe: “He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). No fue una frase religiosa más, ni una metáfora poética. Juan estaba identificando a Jesús con el Cordero pascual, aquel que cada año era sacrificado por los pecados del pueblo, pero que en realidad apuntaba a una obra mucho más grande. Jesús no solo vino a cargar con nuestros pecados, vino a quitar el pecado del mundo. A quitarlo. A erradicarlo. A hacer algo que ningún sacrificio anterior pudo lograr. Y es que la Pascua, para los israelitas, no era solo una cena conmemorativa. Era un acto de redención, un momento en que la sangre de un cordero los cubría del juicio. En Éxodo 12:23, vemos cómo Dios mismo pasaría hiriendo a los egipcios, pero al ver la sangre en los dinteles de las puertas, pasaría de largo. La sangre era señal de protección, de sustitución. Así, cuando Pablo escribe a los corintios y les dice: “Cristo, nuestra Pascua, ya fue sacrificado por nosotros” (1 Corintios 5:7), nos está recordando que esa sangre que nos cubre hoy, que nos libra del juicio, es la sangre de Jesús. Pero no se trata solo de recordar el sacrificio. Se trata de entender lo que ese sacrificio logró. Todos hemos pecado, dice Romanos 3:23, todos estamos destituidos de la gloria de Dios. Nadie queda fuera de esa condición. Sin embargo, continúa diciendo el texto que somos justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús. Y no fue una justicia barata ni una gracia ligera. Fue costosa. Jesús fue puesto como propiciación por su sangre, por medio de la fe (Romanos 3:25). Él llevó la culpa que era nuestra. Él pagó el precio. Ahora, hay algo que me conmueve profundamente: Jesús no solo murió. Jesús resucitó. Y eso lo cambia todo. Porque si Él se hubiese quedado en la tumba, entonces nuestra fe sería en vano. Pero 1 Corintios 15:20-25 nos muestra a Cristo como las primicias de los que durmieron. El primero en vencer la muerte, abriendo el camino para que tú y yo tengamos esperanza. Porque si Él vive, nosotros también viviremos. Él ha de reinar, hasta poner a todos sus enemigos debajo de sus pies. Y el último enemigo que será destruido es la muerte. Eso nos llena de esperanza. Jesús dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Juan 11:25-26). Y luego hace una pregunta que resuena hasta hoy: ¿Crees esto? No es solo un asunto teológico. Es personal. ¿Lo creemos de verdad? ¿Vivimos como si esa vida eterna ya nos perteneciera? ¿Como si la muerte ya no tuviera la última palabra? A veces seguimos viviendo como si estuviéramos bajo condenación, como si el pecado aún nos dominara. Pero Gálatas nos recuerda que Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (Gálatas 3:13). Él tomó nuestro lugar, nuestra cruz, nuestro castigo. Y ahora, en Él, somos verdaderamente libres. No para volver a vivir como antes, sino para vivir en el Espíritu, como hijos redimidos, como personas nuevas. Así que hoy, al mirar nuevamente a Jesús como el Cordero Pascual, recordemos que no solo nos salvó del juicio. Nos dio vida. Nos dio identidad. Nos dio un futuro. No se trata de una historia antigua, ni de un símbolo religioso. Se trata de una realidad eterna que transforma cada rincón de nuestra existencia. Jesús es el Cordero. Fue inmolado. Su sangre fue derramada. Pero vive. Y reina. Y pronto volverá. ¿Crees esto?

en March 5, 2025 — por .
Este contenido es parte de una serie Fuertes en la Palabra, in tema AUTORIDAD EN EL NIVEL DE JESÚS & libros 2 Reyes, Juan, Mateo, Romanos.

Autoridad en el nivel de Jesús

A veces pensamos que la autoridad viene de ocupar un puesto importante o tener ciertas habilidades. Sin embargo, cuando miramos la vida de Jesús, nos damos cuenta de que su autoridad va mucho más allá de lo que el mundo entiende por “poder”. En el Antiguo Testamento, Naamán, un comandante muy respetado, se dio cuenta de que todo su prestigio no podía librarlo de su enfermedad. Cuando obedeció el mandato del profeta Eliseo y se sumergió en el Jordán, la mano de Dios lo sanó. Esto nos recuerda que, al final, dependemos del poder y favor de Dios que trasciende nuestros logros. En el caso del centurión romano que se acercó a Jesús pidiendo la sanidad de su siervo, basta una sola palabra de Cristo para obrar un milagro. La fe y la humildad de aquel oficial romano muestran que reconocer la autoridad de Jesús implica creer que Él puede cambiar cualquier situación, sin necesidad de grandes demostraciones de fuerza. La Biblia también enseña que toda autoridad humana, en última instancia, proviene de Dios. Esto nos anima a orar por quienes gobiernan, en lugar de amargarnos por sus decisiones. Confiar en que el Señor está por encima de todo gobierno nos da paz, incluso cuando las circunstancias parecen confusas. Al mirar a Jesús ante Pilato y los soldados romanos, podría parecer que perdió el control. Pero Él mismo deja claro que, si sufría, era por obediencia al Padre, no porque su poder se hubiera desvanecido. Esto nos demuestra que la verdadera autoridad a veces se expresa con mansedumbre y sacrificio. Reconocer la autoridad de Jesús significa rendirle el control de nuestra vida. Tal vez tengamos grandes desafíos o nos sintamos sin fuerzas. Pero recordar que Jesús sigue siendo el Rey de reyes, incluso cuando el mundo dice lo contrario, nos llena de esperanza. Su autoridad es inmutable: está presente en cada una de nuestras batallas y, al mismo tiempo, nos invita a descansar en Su gracia y Su amor.

en March 2, 2025 — por .
Este contenido es parte de una serie Celebrando la gracia, in libros Hechos de los apóstoles, Romanos & .

Transformación verdadera

En la predica anterior, hablamos de la conversión de Saulo en el camino a Damasco y de cómo ese encuentro con el Señor marcó un antes y un después en su vida. Hoy, continuaremos explorando ese proceso de transformación verdadera, un cambio que va más allá de meros actos exteriores y que se centra en la obra profunda que Dios hace en nuestro corazón. Cuando hablamos de transformación, a menudo nos quedamos con la idea de un cambio repentino, casi mágico, que soluciona todos nuestros problemas de un día para otro. Sin embargo, la transformación bíblica implica morir a la vieja naturaleza y rendir nuestras vidas por completo a la voluntad de Dios, permitiendo que sea Él quien modele nuestras actitudes, pensamientos y acciones. En Hechos 9:15, el Señor le dice a Ananías que Saulo es “instrumento escogido” para llevar el nombre de Cristo ante gentiles y reyes. Es impresionante ver que, a pesar de que Saulo fue perseguidor de la iglesia, Dios tenía un plan y un propósito específico para su vida. Lo mismo ocurre con cada uno de nosotros: no importa nuestro pasado o nuestras limitaciones, Dios nos llama y nos ve en función de lo que podemos llegar a ser en Él, no sólo por lo que somos hoy. Ese llamado implica un acto de obediencia de nuestra parte, pues el Señor quiere que cooperemos con Su plan. Cuando respondemos a ese llamado con fe, Él comienza Su obra transformadora en nosotros. Tras recuperar la vista, Saulo empezó a predicar de inmediato en las sinagogas, declarando que Jesús es el Hijo de Dios. Esto sorprendió a muchos, porque apenas días atrás él mismo había perseguido a quienes proclamaban ese mensaje (v. 20-21). Esta reacción nos recuerda que la transformación genuina impacta tanto a la persona que la experimenta como a su entorno. A veces, quienes nos conocen pueden dudar de nuestro cambio; se preguntan si es real o pasajero. Pero la fidelidad de Saulo —más adelante Pablo— al mensaje de Cristo terminó siendo una de las mayores evidencias de su conversión. Cada vez que nos encontramos en la encrucijada de la duda o del temor, recordemos que, así como Dios transformó a Saulo en un poderoso testigo, también puede obrar en nuestras vidas. Su poder sobrepasa nuestras expectativas y puede llevarnos a lugares que jamás imaginamos. En Romanos 8:28, Pablo declara con convicción que “todas las cosas les ayudan a bien” a los que aman a Dios. No es que todo lo que nos pasa sea bueno, sino que Dios, en su soberanía, puede orquestar incluso las pruebas y los errores para forjar en nosotros carácter y madurez. El Señor no sólo quiere que “cambiemos de conducta”; desea transformarnos desde lo más profundo, haciéndonos conformes a la imagen de Su Hijo (v. 29). Este proceso es continuo y nos va llevando a la santidad, pero es vital rendirnos para que Él pueda actuar. La verdadera transformación no consiste en tener una vida libre de dificultades, sino en tener la certeza de que, aún en medio de los problemas, Dios está presente, obrando para nuestro bien y para Su gloria. En el pasaje anterior de Hechos 8, encontramos a Simón el Mago, un hombre que aparentemente creyó tras ver las señales y milagros que Felipe hacía. Sin embargo, más adelante (Hechos 8:18-21), vemos que su verdadero interés no era Cristo ni la salvación, sino el poder sobrenatural. Este relato nos enseña que no basta con hacer una confesión externa de fe o “asombrarnos” ante lo que Dios hace. La pregunta crucial es: ¿Hay un cambio genuino en el corazón? ¿Nos hemos rendido ante la soberanía de Dios? El Señor no busca admiradores, busca adoradores comprometidos; no busca magia ni trucos, sino corazones humildes que anhelen vivir de acuerdo a Su voluntad. La transformación verdadera proviene de la acción del Espíritu Santo, no de nuestra conveniencia personal. En la parte final de Hechos 9, vemos cómo Pedro continúa la obra del Señor y, a través del poder de Cristo, sana a Eneas y resucita a Tabita (Dorcas). Estos sucesos confirmaban que la iglesia, aun en medio de la persecución, era guiada por el Espíritu Santo y operaba bajo el poder transformador de Dios. Del mismo modo, nuestra nueva realidad en Cristo no es teórica. Debe manifestarse en la manera en que servimos, oramos y esperamos milagros. El mismo Dios que resucitó a Tabita es quien puede resucitar nuestras esperanzas muertas y restaurar nuestra fe desgastada. La verdadera transformación nace en el corazón y se evidencia en un cambio radical de vida. Podemos ver este principio encarnado en Saulo (convertido en Pablo) y corroborado por las enseñanzas de Romanos 8. Dios nos llama, nos justifica y nos glorifica en un proceso continuo de santificación. Que este mensaje sea un recordatorio de que no se trata de aparentar o de ganarse un favor; es cuestión de rendirse a la voluntad del Padre y permitirle que obre Su poder transformador. Nuestra historia, como la de Saulo, puede ser testimonio vivo del Dios que hace nuevas todas las cosas. Amén.

en February 23, 2025 — por .
Este contenido es parte de una serie Celebrando la gracia, in libros Hechos de los apóstoles, Romanos & .

Transformación verdadera

La vida de Saulo, luego conocido como Pablo, es un claro ejemplo de cómo Dios puede cambiar radicalmente a una persona. Por un lado, lo vemos como un perseguidor de cristianos (Hechos 9:1-2), y por otro, en Romanos 8:28-30 se nos enseña que todo ocurre con un propósito mayor: Dios quiere conformarnos a la imagen de Su Hijo. Esta combinación de pasajes nos muestra que la Transformación Verdadera no solo es posible, sino que es parte del plan de Dios para quienes le aman. La historia de Saulo en Hechos 9 y la enseñanza de Romanos 8:28-30 recalcan que la Transformación Verdadera nace de un encuentro real con Cristo y se sostiene en el poder y el plan divino.Cuando le permitimos a Dios actuar en nuestras vidas, incluso nuestros errores y debilidades se convierten en instrumentos de bendición. No importa cuán lejos o equivocados podamos estar; Dios sigue teniendo un propósito glorioso y redentor para cada uno de nosotros. “Porque todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios…” (Romanos 8:28). Que esta verdad te motive a rendirte por completo a esa transformación que solo el Señor puede obrar.

en February 16, 2025 — por .
Este contenido es parte de una serie Culto de adoración, in tema El favor no merecido & libros 1 Pedro, Juan, Romanos.

Apacentad la grey de Dios

Cuando Jesús se encontró con Pedro después de la resurrección (Juan 21:15-18), no solo le preguntó si lo amaba: le confió la responsabilidad de cuidar y alimentar a sus ovejas. Ese diálogo sincero e íntimo nos recuerda que la base de nuestro servicio proviene de una relación de amor con Cristo. No es solo un llamado a cumplir tareas, sino a reflejar el corazón compasivo de Jesús para quienes nos rodean. El Señor no insistió en la capacitación o el talento de Pedro, sino en su amor, porque cuando amamos a Cristo de verdad, brota en nosotros el deseo de cuidar a los demás con ese mismo amor. Si miramos Romanos 8:29-30, vemos que Dios nos ha elegido y destinado a parecernos cada vez más a su Hijo. Eso significa que, así como Jesús entregó su vida por la gente, también nosotros estamos llamados a entregarnos, con humildad y dedicación, para guiar a otros en el camino de la fe. Este proceso de conformarnos a la imagen de Jesús no es automático ni forzado; surge de la obra del Espíritu Santo y de nuestro compromiso de obedecer y amar. Cuando nos dejamos transformar, empezamos a ver a quienes están a nuestro cuidado con ojos de compasión, sin egoísmo ni vanidad, y queremos servirlos de todo corazón. El apóstol Pedro, años después de aquella charla con el Maestro, exhorta a quienes tienen una responsabilidad de liderazgo (1 Pedro 5:1) a ser pastores de la grey de Dios con la misma actitud que vio en Jesús: no por obligación, sino con una motivación sincera y amorosa. Las ovejas no nos pertenecen, sino que son del Señor, y es un privilegio enorme acompañarlas y velar por su bienestar. Esa tarea, aunque a veces sea difícil o exija sacrificio, se sostiene cuando recordamos que nuestro Señor es quien nos llamó, nos equipa y nos fortalece. Al apacentar la grey de Dios, experimentamos un gozo especial, porque entendemos que estamos participando en la obra de Aquel que nos amó primero.

en February 9, 2025
libros 1 Samuel, Isaías, Romanos, Salmos, in .

La Fe derriba gigantes

En la vida, todos enfrentamos desafíos que pueden parecer gigantes: problemas de salud, dificultades financieras, conflictos familiares o internos. Son momentos en los que el miedo y la ansiedad pueden ocupar nuestro corazón. Sin embargo, la Palabra de Dios nos muestra que, aunque los gigantes sean imponentes, Su poder y Su amor son mayores. Comencemos recordando las palabras de Isaías 7:4, donde el Señor aconseja: «Guárdate y repósate; no temas, ni se turbe tu corazón…» (RVR1960). Es una invitación a mantener la calma y la confianza, sabiendo que Dios está al control aun cuando todo parezca amenazador. El salmista declara: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos…» (Salmos 46:1-2). Cuando el temor llegue, debemos recordar que el carácter de Dios es ser nuestro refugio. No es un refugio temporal o limitado, sino una cobertura constante. Más adelante, en Salmos 46:10-11, el Señor dice: «Estad quietos, y conoced que yo soy Dios… Jehová de los ejércitos está con nosotros». La quietud a la que invita Dios no es pasividad, sino reposo confiado en Su presencia. Es reconocer que Su poder supera cualquier amenaza, y que Su compañía es suficiente para enfrentar cualquier gigante que nos desafíe. En la historia de David y Goliat, observamos la descripción de un gigante físicamente imponente (1 Samuel 17:4-7). Con su enorme estatura y su armadura colosal, infundía terror en el ejército de Israel, al punto de que el propio rey Saúl y sus hombres se acobardaron (1 Samuel 17:11-12). Hoy, nuestros “gigantes” pueden no ser un guerrero filisteo, pero pueden ser problemas que amenazan nuestra paz. Tal vez una enfermedad incurable, una crisis financiera, un problema en la familia o el desánimo y la duda. Sea cual sea la forma de ese gigante, el temor que provoca puede paralizarnos si no mantenemos la mirada en Dios. El eje fundamental de nuestra fe está en el amor de Dios hacia cada uno de nosotros: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito…» (Juan 3:16). Este amor se traduce en salvación y también en la certeza de que no enfrentamos los gigantes solos. Romanos 8:37 nos anima con estas palabras: «Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó». Cuando entendemos el amor de Dios, nos damos cuenta de que no se trata de nuestra fuerza o valor personal, sino de la victoria que proviene de Su respaldo. Ese amor nos impulsa a enfrentar los desafíos con el coraje que surge de la certeza de Su presencia. Observemos el corazón de David ante la amenaza de Goliat. Mientras todos se amedrentaban, David pregunta: «¿Quién es este filisteo incircunciso para que provoque a los escuadrones del Dios viviente?» (1 Samuel 17:26). David no finge que el problema no existe; simplemente reconoce que el poder de Dios es mayor que cualquier enemigo. Cuando Saúl escucha sobre la determinación de David, intenta desanimarlo, pero David responde con confianza: «No desmaye el corazón de ninguno a causa de él; tu siervo irá y peleará contra este filisteo» (1 Samuel 17:32). Esa valentía no nace de la arrogancia, sino de la convicción de que Dios no falla. David recuerda cómo Dios lo había librado de leones y osos, asegurando: «… este filisteo será como uno de ellos» (1 Samuel 17:36). Esto revela un principio esencial: la fe crece cuando recordamos las victorias pasadas que Dios nos ha dado. Finalmente, al enfrentarse a Goliat, David no se apoya en armaduras humanas, sino que declara: «Tú vienes a mí con espada y lanza… mas yo vengo a ti en el nombre de Jehová de los ejércitos…» (1 Samuel 17:45). Ese es el secreto de nuestro triunfo: la presencia y el poder de Dios van con nosotros. En cada uno de estos pasajes brilla una verdad fundamental: Dios es fiel y poderoso para librarnos de los gigantes que enfrentamos. Como David, podemos presentarnos ante cualquier desafío con la seguridad de que no luchamos solos, sino acompañados por el Señor de los ejércitos celestiales. Si hoy te sientes con temor, agotado o sin esperanza, recuerda que Dios se especializa en darle la victoria a quienes confían en Él. Alinea tu corazón con Su Palabra, descansa en Su amor y, con valentía, ¡da un paso de fe como lo hizo David!

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