En la predica anterior, hablamos de la conversión de Saulo en el camino a Damasco y de cómo ese encuentro con el Señor marcó un antes y un después en su vida. Hoy, continuaremos explorando ese proceso de transformación verdadera, un cambio que va más allá de meros actos exteriores y que se centra en la obra profunda que Dios hace en nuestro corazón. Cuando hablamos de transformación, a menudo nos quedamos con la idea de un cambio repentino, casi mágico, que soluciona todos nuestros problemas de un día para otro. Sin embargo, la transformación bíblica implica morir a la vieja naturaleza y rendir nuestras vidas por completo a la voluntad de Dios, permitiendo que sea Él quien modele nuestras actitudes, pensamientos y acciones. En Hechos 9:15, el Señor le dice a Ananías que Saulo es “instrumento escogido” para llevar el nombre de Cristo ante gentiles y reyes. Es impresionante ver que, a pesar de que Saulo fue perseguidor de la iglesia, Dios tenía un plan y un propósito específico para su vida. Lo mismo ocurre con cada uno de nosotros: no importa nuestro pasado o nuestras limitaciones, Dios nos llama y nos ve en función de lo que podemos llegar a ser en Él, no sólo por lo que somos hoy. Ese llamado implica un acto de obediencia de nuestra parte, pues el Señor quiere que cooperemos con Su plan. Cuando respondemos a ese llamado con fe, Él comienza Su obra transformadora en nosotros. Tras recuperar la vista, Saulo empezó a predicar de inmediato en las sinagogas, declarando que Jesús es el Hijo de Dios. Esto sorprendió a muchos, porque apenas días atrás él mismo había perseguido a quienes proclamaban ese mensaje (v. 20-21). Esta reacción nos recuerda que la transformación genuina impacta tanto a la persona que la experimenta como a su entorno. A veces, quienes nos conocen pueden dudar de nuestro cambio; se preguntan si es real o pasajero. Pero la fidelidad de Saulo —más adelante Pablo— al mensaje de Cristo terminó siendo una de las mayores evidencias de su conversión. Cada vez que nos encontramos en la encrucijada de la duda o del temor, recordemos que, así como Dios transformó a Saulo en un poderoso testigo, también puede obrar en nuestras vidas. Su poder sobrepasa nuestras expectativas y puede llevarnos a lugares que jamás imaginamos. En Romanos 8:28, Pablo declara con convicción que “todas las cosas les ayudan a bien” a los que aman a Dios. No es que todo lo que nos pasa sea bueno, sino que Dios, en su soberanía, puede orquestar incluso las pruebas y los errores para forjar en nosotros carácter y madurez. El Señor no sólo quiere que “cambiemos de conducta”; desea transformarnos desde lo más profundo, haciéndonos conformes a la imagen de Su Hijo (v. 29). Este proceso es continuo y nos va llevando a la santidad, pero es vital rendirnos para que Él pueda actuar. La verdadera transformación no consiste en tener una vida libre de dificultades, sino en tener la certeza de que, aún en medio de los problemas, Dios está presente, obrando para nuestro bien y para Su gloria. En el pasaje anterior de Hechos 8, encontramos a Simón el Mago, un hombre que aparentemente creyó tras ver las señales y milagros que Felipe hacía. Sin embargo, más adelante (Hechos 8:18-21), vemos que su verdadero interés no era Cristo ni la salvación, sino el poder sobrenatural. Este relato nos enseña que no basta con hacer una confesión externa de fe o “asombrarnos” ante lo que Dios hace. La pregunta crucial es: ¿Hay un cambio genuino en el corazón? ¿Nos hemos rendido ante la soberanía de Dios? El Señor no busca admiradores, busca adoradores comprometidos; no busca magia ni trucos, sino corazones humildes que anhelen vivir de acuerdo a Su voluntad. La transformación verdadera proviene de la acción del Espíritu Santo, no de nuestra conveniencia personal. En la parte final de Hechos 9, vemos cómo Pedro continúa la obra del Señor y, a través del poder de Cristo, sana a Eneas y resucita a Tabita (Dorcas). Estos sucesos confirmaban que la iglesia, aun en medio de la persecución, era guiada por el Espíritu Santo y operaba bajo el poder transformador de Dios. Del mismo modo, nuestra nueva realidad en Cristo no es teórica. Debe manifestarse en la manera en que servimos, oramos y esperamos milagros. El mismo Dios que resucitó a Tabita es quien puede resucitar nuestras esperanzas muertas y restaurar nuestra fe desgastada. La verdadera transformación nace en el corazón y se evidencia en un cambio radical de vida. Podemos ver este principio encarnado en Saulo (convertido en Pablo) y corroborado por las enseñanzas de Romanos 8. Dios nos llama, nos justifica y nos glorifica en un proceso continuo de santificación. Que este mensaje sea un recordatorio de que no se trata de aparentar o de ganarse un favor; es cuestión de rendirse a la voluntad del Padre y permitirle que obre Su poder transformador. Nuestra historia, como la de Saulo, puede ser testimonio vivo del Dios que hace nuevas todas las cosas. Amén.