El apóstol Pablo enseña que cuando Cristo vive en nosotros, nuestra vida no puede ser la misma. En Romanos 8:10-28 vemos que la evidencia principal es la presencia del Espíritu Santo, que nos da vida aun cuando nuestro cuerpo es débil. Esa vida en el Espíritu se manifiesta en varias señales:
- Transformación interior – La mente ya no se inclina a la carne, sino a agradar a Dios. Nuestros pensamientos, decisiones y deseos son guiados por el Espíritu.
- Identidad como hijos de Dios – No vivimos en temor, sino que tenemos la seguridad de la adopción de Dios, clamando “¡Abba, Padre!”.
- Esperanza en medio del sufrimiento – Aunque enfrentamos pruebas, sabemos que “todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios” (Rom. 8:28). El dolor no nos derrota, sino que nos acerca más a la gloria venidera.
En Filipenses 3, Pablo añade otra evidencia: una vida centrada en Cristo. No se trata de gloriarse en logros humanos o en la justicia propia, sino en conocer a Cristo y ser hallados en Él. El creyente auténtico se caracteriza por:
- Renunciar a lo terrenal como pérdida frente al incomparable valor de Cristo.
- Perseverar en la meta, corriendo hacia el premio del llamamiento.
- Tener ciudadanía celestial, esperando con gozo al Salvador que transformará nuestro cuerpo humilde en semejanza al suyo glorioso.
En conclusión, las evidencias de una vida en Cristo no son meras palabras, sino una transformación visible: seguridad de hijos, esperanza en medio de pruebas, y un caminar constante hacia la meta, reflejando que Cristo es nuestro todo.