Cuando el Señor nos llama a seguirle, nos lleva a dejar seguridades humanas para confiar solo en su provisión. En nuestro caminar de fe, Dios nos invita a “levantar un altar”: un lugar donde ofrecer lo mejor de nosotros mismos, donde renovamos nuestra alianza con Él y entregamos nuestras preocupaciones.
Cuando Dios susurró a Abraham y Abram “sal de tu tierra” (Génesis 12:5), él recogió sus tiendas, tomó su fe como ofrenda y erigió un altar en medio de lo desconocido, confiando en que cada piedra colocada hablaba de su obediencia inquebrantable. Años más tarde, al huir de Sodoma, la esposa de Lot desobedeció la voz que la invitaba a no mirar atrás, y esa sola mirada la convirtió en sal (Génesis 19:26), recordándonos lo fácil que es quedarnos atrapados en recuerdos y culpas si no levantamos un altar de decisión firme. Y, sin embargo, Job nos enseña la fe que intercede: “Y acontecía que pasados muchos días, volvía Job a ofrecer holocaustos por todos ellos; porque decía Job: ‘Quizá habrán pecado mis hijos…’; de esta manera, ofrecía Job sacrificios por todos ellos” (Job 1:5), mostrando que levantar un altar es, sobre todo, reconstruir nuestra vida y la de quienes amamos a través de la oración continua. Hoy, cada piedra que coloques en tu altar es un acto de fe hacia el futuro: renuncias al pasado que te pesa, obedeces la voz de Dios y clamas por quienes te rodean, sabiendo que solo en su presencia hallamos esperanza y provisión.